Patente de corso francesa.
La patente de corso (del latín cursus, «carrera») [[1] ] era un documento entregado por los monarcas de las naciones o los alcaldes de las ciudades (en su caso las corporaciones municipales) por el cual el propietario de un navío tenía permiso de la autoridad para atacar barcos y poblaciones de naciones enemigas. De esta forma el propietario se convertía en parte de la marina del país o la ciudad expendedora.
Las
patentes de corso fueron muy utilizadas en la Edad Media y en la Edad
Moderna cuando las naciones no podían costearse marinas propias o no lo
suficientemente grandes. De esta forma Francia, Inglaterra y España las
utilizaron ampliamente. También fueron utilizadas por las naciones americanas
durante las guerras de Independencia. Se abolieron en 1856 en el Tratado de
París, que dio fin a la guerra de Crimea.
Derechos de una patente de corso
Para la nación o ciudad
- Poder controlar de cierta manera al propietario. Tanto es así que Luis XIV y otros monarcas franceses exigían fuertes fianzas para evitar que los armadores obligaran a sus oficiales a realizar acciones impropias para un miembro de la marina nacional.
- Disponer de una armada sin necesidad de invertir en la construcción de barcos, reclutamiento de tripulación, armamento, etc.
- Tener derecho a parte de los beneficios obtenidos.
- Poder alegar que las acciones realizadas contra países contra los que no se estaba en guerra, pero a los que se les quería hostigar, eran obra de piratas ajenos a su voluntad.
Corsario
(del latín cursus, «carrera») era el nombre
que se concedía a los navegantes que, en virtud del permiso
concedido por un gobierno en una carta de marca o patente de
corso,
saboteaban el tráfico mercante de las naciones enemigas de ese gobierno,
generalmente hundiendo sus naves y, en algunas ocasiones, saqueando o raptando.
La
principal diferencia entre un pirata y un corsario radica en la legalidad.
Ambos grupos se dedicaban a saquear barcos, pero los segundos lo hacían sólo en
tiempos de guerra y bajo el permiso de un gobierno, que se los otorgaba para
así debilitar a la nación enemiga. Sin embargo, a lo largo de la historia
muchas veces el límite se vuelve difuso, ya que algunos gobiernos dieron
autorizaciones indiscriminadamente permitiendo que piratas operaran bajo un
marco de legalidad.
La piratería es una práctica de saqueo organizado o
bandolerismo
marítimo, probablemente tan antigua como la navegación
misma. Consiste en que una embarcación privada o una estatal amotinada ataca
a otra en aguas internacionales o en lugares no
sometidos a la jurisdicción de ningún Estado, con el
propósito de robar su carga, exigir rescate por los pasajeros, convertirlos en esclavos y muchas
veces apoderarse de la nave misma. Su definición según el Derecho Internacional puede encontrarse en el
artículo 101 de la Convención
de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar.
Junto con
la actividad de los piratas que robaban por su propia cuenta por su afán de lucro, cabe
mencionar los corsarios,
un marino particular contratado que servía en naves privadas con patente
de corso para atacar naves de un país enemigo. La distinción entre pirata y
corsario es necesariamente parcial, pues corsarios como Francis
Drake o la flota francesa en la Batalla de la Isla Terceira fueron
considerados vulgares piratas por las autoridades españolas, ya que no existía
una guerra declarada con sus naciones. Sin embargo, el disponer de una patente
de corso sí ofrecía ciertas garantías de ser tratado como soldado de otro
ejército y no como un simple ladrón y asesino; al mismo tiempo acarreaba
ciertas obligaciones.
Antigüedad
Las zonas de mayor actividad de los piratas
coincidían con las de mayor tráfico de mercancías y de personas. Las primeras
referencias históricas sobre la piratería datan del siglo
V a. C., en la llamada Costa de los piratas, en el Golfo
Pérsico. Su actividad se mantuvo durante toda la Antigüedad. Otras zonas afectadas fueron el Mar Mediterráneo y el Mar de la China Meridional.
Grecia y Egipto
Aunque los datos no son muy abundantes, por los
mitos sabemos que los griegos clásicos fueron buenos piratas. Uno de los más
famosos fue Jasón,
quien guio a los Argonautas hasta La Cólquida en
busca del Vellocino de oro, lo que, aunque no entre en la
definición española de piratería, para algunos es, sin ningún género de dudas,
un acto de piratería (personas que vienen por mar para robar).
También Ulises u Odiseo,
según las traducciones griega o latina, realizó varios actos de piratería en su
regreso a Ítaca,
como narra Homero
en la Odisea.
Con estos dos ejemplos podemos ver una constante
que se repetirá a lo largo de los siglos. Los piratas son, en muchas ocasiones,
considerados héroes nacionales en sus países, pese a practicar lo que en tierra
se llamaría robo y secuestro.
Especialmente en una sociedad como la griega, donde el oficio de las armas era
reconocido y estimado, un motivo que llevaba a glorificar, en lugar de
denostar, actos como el citado de Jasón. Debe tenerse en cuenta que el oficio
de mercenario,
si bien es verdad que es llevado a cabo en tierra, no tenía connotaciones
negativas como las tiene actualmente.
Uno de los piratas griegos más famosos de los que
sí se tienen referencias fue Plutarco de Samos, quien en el
siglo VI a. C. saqueó toda Asia Menor
en diferentes expediciones y llegó a reunir más de 100 barcos.
También los egipcios consideraban piratas a los Pueblos
del Mar porque su principal expedición invasiva se dio por vía marítima y
con la finalidad de efectuar saqueos. Sin embargo, muchos otros autores no
comparten esta clasificación porque los Pueblos del Mar sólo fueron marineros
en el último momento de su historia.
Roma
Trirreme
romano en un mosaico tunecino.
En la época final de la República, los piratas en el Mediterráneo llegaron
a convertirse en un peligro, desde sus bases primero al sur de Asia Menor
en las montañosas costas de Cilicia y más tarde por todo el Mediterráneo, puesto que
impedían el comercio e interrumpían las líneas de suministro de Roma.
A diferencia de siglos posteriores, los piratas de
la Antigüedad no buscaban tanto joyas y metales preciosos como personas. Las
sociedades de aquella época solían ser en su mayoría esclavistas,
y la captura de personas para ser vendidas como esclavos resultaba una práctica
altamente lucrativa.5
Pero también se buscaban piedras preciosas, metales preciosos, esencias, telas,
sal, tintes, vino y otros tipos de mercancías que solían
transportarse en los barcos mercantes, caso de los fenicios.
Uno de los casos más conocidos de piratería contra
las líneas de navegación lo protagonizó Julio César, que llegó a ser
prisionero de los piratas cilicios (75 a. C.). Plutarco en Vidas
paralelas cuenta que el jefe cilicio estimaba el rescate en 20 talentos
de oro, a lo que el joven César le espetó: «¿Veinte? Si conocieras tu
negocio, sabrías que valgo por lo menos 50». El cautiverio duró 38 días, en
los cuales el rehén amenazó a sus captores con crucificarlos. Finalmente el
rescate se pagó y el futuro cónsul de Roma fue liberado. Pero César cumplió su
amenaza, y cuando recobró la libertad organizó una expedición, pagada con su
propio dinero, durante la que apresó a sus captores y los crucificó a todos.
La
piratería, sobre todo la perpetrada por piratas cilicios, alcanzó niveles
preocupantes para Roma hacia el final de la República. En el 67 a. C.,
el senado romano nombró a Pompeyo procónsul de los mares,
lo que significaba que se le otorgó el mando supremo del Mare Nostrum (el Mar
Mediterráneo) y de sus costas hasta 75 km mar adentro. Se le
concedieron todos los ejércitos que se encontrasen a las costas del Mediterráneo,
contando así con unos 150.000 efectivos, así como el derecho de tomar del
tesoro la cantidad que necesitase.
Finalmente, se le proveyó con una flota bien
pertrechada. En diversas operaciones eliminó en cuarenta días a todos los
piratas de Sicilia e Italia y, tras el asedio y toma de Coracesion,
a los piratas de Cilicia, acabando así, en cuarenta y nueve días, con los
piratas de la zona oriental del Mediterráneo. Asimismo debe apuntarse que
dichos piratas sólo presentaron la resistencia imprescindible para poder
solicitar una rendición honrosa.
[1] «corso», Diccionario de la
lengua española (22. ª
edición), Real Academia Española, 2001, consultado el 15 de enero de
2015.
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