martes, 27 de diciembre de 2016

Quién era Miguel de Unamuno



Comparto estas publicaciones en memoria del Maestro español que fue antes que todo el docente, maestro y guía de varias generaciones de estudiantes, no sólo españoles. Hoy más que ayer su ejemplo y su cátedra son de valor especialmente en nuestro contexto en la hora actual.

Quién era Miguel de Unamuno y por qué debes conocerlo.


Ayer martes 29 se cumplieron 151 años del nacimiento del escritor Miguel de Unamuno. Descubre quién era y por qué debes conocerlo

Conocido por su inusual vestimenta, aun para la época, su poesía clásica y su filosofía trascendental, Miguel de Unamuno es uno de los grandes poetas, ensayistas y novelistas de la generación de 98 y de la historia española. Descubre quién fue este gran personaje español, su importancia para la historia y literatura española, y descarga gratis sus mejores obras:

Catedrático, docto y paria

Nacido en Bilbao el 29 de septiembre de 1864, Unamuno se licenció en Filosofía y Letras en Madrid y obtuvo su doctorado en 1884. Fue profesor y obtuvo la cátedra de Lengua Griega en la Universidad de Salamanca (USAL), de la que más tarde, en 1901, fue escogido rector.

Durante la Primera Guerra Mundial, Unamuno apoyó abiertamente a los aliados e incluso visitó el frente italiano. Se presentó como candidato a diputado por el partido Republicano de Vizcaya y mantuvo un enfrentamiento contra el rey Alfonso XII, lo que lo llevó a ser procesado por injurias, condenado a prisión, de la que más tarde recibió un indulto.

Durante su época de catedrático y rector el escritor logra su mayor producción ensayística, poética, y artículos críticos, los últimos llevándolo a perder su cargo de rector, y más adelante, en 1924, a ser desterrado durante la dictadura de Primo de Rivera, a Fuerteventura, que se prolongó hasta 1930.
Nuevamente en España, Unamuno se encarga de la cátedra de Historia de la Lengua en la USAL y es elegido diputado por la provincia de Salamanca. Muere súbitamente al comienzo de la Guerra Civil Española, el 31 de Diciembre de 1936, después de sufrir la muerte de su mujer y su hija.



Las excentricidades de un genio


Ferviente defensor de la lectura y la sed de conocimiento, una de las frases más célebres de este excéntrico personaje era “Sólo el que sabe es libre y más libre el que más sabe. No proclaméis la libertad de volar, sino dad alas”.

Realmente era muy singular, no sólo por su característica gabardina, jersey cerrado o chaleco y su sombrero sencillo negro, que chocaba con la de sus compañeros de generación, sino además por sus aficiones como el origami, el ajo crudo que ingería a diario para proteger su salud, o los “garabatos” que realizaba para expresar sus emociones, como él los llamaba. Era un apasionado de nuestro país, lo estudió y amó.


Don Miguel nos enseñó de dónde procede el valor


En su enfrentamiento con Millán Astray, defendió el que procede de la inteligencia frente al que nace de la histeria exterminadora


 
"No son los fanáticos, los energúmenos, los dogmáticos, los que con más ardor y constancia pelean”. Miguel de Unamuno, acusado él mismo de cierto energumenismo intelectual, tuvo que demostrar el 12 de octubre de 1936, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca y ante un auditorio guardado por legionarios y escuadrones falangistas, cuánta validez tenía ésta su propia reflexión. 

Su enfrentamiento a voces destempladas con el general Millán Astray, fundador de la Legión, ha pasado al acervo común de la resistencia intelectual frente a la necia sumisión rebañega del patriotismo vocinglero y alucinatorio.

He aquí un resumen del enfrentamiento: el anciano don Miguel, harto de discursos empapados en venganza vesánica proferidos en la ceremonia contra la antiespaña de marxistas, vascos y catalanes (concretamente por el profesor Francisco Maldonado, pero también del servil Pemán), y con una carta de la esposa del pastor protestante Atilano Coco —detenido sin razón por los escuadrones de la muerte de los rebeldes y fusilado el 8 de diciembre—, se levantó trémulo de ira para responder a tanta vileza, e inició sus palabras con el emocionante 

“A veces quedarse callado es mentir”;

 al poco, fue interrumpido a gritos (como solía) por Millán Astray (“¡Viva la muerte!”, “¡Mueran los intelectuales!”); cruzó voces atropelladas y destempladas con el general mutilado, entre otras una lúcida advertencia (“Me duele pensar que el general Millán Astray deba dictar las normas de psicología de las masas”); y, avasallado por el alboroto de falangistas y legionarios, concluyó con el conocido “vencer no es convencer y no puede convencer el odio que no deja lugar a la compasión”.

Aquel 12 de octubre se enfrentaron en Salamanca dos formas de valor: el histérico y vociferante, fundado en la “muerte”, y en los “cojones”, que no solo destruyó el país en una guerra colonial para exterminar a “marxistas”, “rojos” y “masones” sino que condenó al Ejército español a vivir en una visión estratégica neolítica hasta la Transición; y el valor de un intelectual cansado, agobiado por la culpa de apoyar a los golpistas, afectado por no poder remediar la tragedia de Coco y aterrado por la oleada de exterminio que se aproximaba desde la maquinaria patriótica africanista. El gesto de Unamuno es emocionante por su hombría de bien y porque procede de la región por él más querida, la del pensamiento.



No es casual que alguien con tanto peso en el PP como Esperanza Aguirre, experta en vender prejuicios como si fueran ideas e ideas como si fueran prejuicios, haya salido a defender a Millán Astray. Contrita porque el Glorioso Mutilado ha perdido una calle en Madrid, retorció la verdad cuando dijo que él no participó en la sublevación. ¡Vaya que si participó, y muy activamente! 

Concretamente desde el departamento de Prensa y Propaganda de Franco. La calle que ya no tiene Millán Astray debería llevar el nombre de Unamuno. Madrid se lo debe, por demostrar que el valor de un ciudadano no procede de los berridos neurasténicos, sino de la inteligencia. No está de más recordarlo en tiempos de tanta excitación.


“¡Muera la inteligencia!”: Anatomía de una infamia

Unamuno sufrió poco antes de morir la afrenta de Millán Astray contra los intelectuales. En el 80º aniversario de aquel episodio, un filme recuerda su figura en el Festival de Málaga


 

Miguel de Unamuno, después de la disputa con Millán Astray, en Salamanca en 1936, acompañado del obispo Enrique Pla y Deniel.
Los desarboló a todos el golpe militar fracasado de julio del 36, pero no los desarboló de la misma manera. A algunos los enmudeció con táctica y cálculo, como a Ortega, muy enfermo y muy espantado (su hija llegaba a casa unos días antes del 18 de julio con la última papeleta de la licenciatura en la mano y el ruido de los disparos callejeros en el oído).

A algunos incluso les procuró una resistencia total frente a la sublevación, como a Juan Ramón Jiménez, tan poeta y tan leal a la República; y hasta a Clara Campoamor le despertó el liberalismo templado y el afán de la denuncia de las brutalidades de los sublevados, mientras se iba a Francia con la angustia en el cuello.

A Unamuno lo desarboló tanto que le hizo resucitar al viejo energúmeno que había sido desde su juventud. Así lo había llamado hacía muchos años, en público y en privado, un joven superdotado, Ortega, a quien Unamuno trató de tú a tú desde el principio, pese a que Unamuno le doblase la edad. Lo descompuso de tal modo que Unamuno se confundió y creyó adivinar la redención colectiva de España en el alzamiento militar y en los falangistas fervorosos y violentos, y así lo declaró entonces, precipitamente, quizá alocadamente, como casi siempre había escrito, puro incontinente emocional y profuso.

En Salamanca seguía Unamuno en 1936, aunque Azaña le destituyese del rectorado de la Universidad tras aquella adhesión a la causa sublevada (mientras el nuevo poder franquista lo restituía de inmediato).

Y ahí estaba el día 12 de octubre de 1936, en el Paraninfo de su Universidad, presidiendo el acto como rector y en representación de Franco, impaciente y ya arrepentido, anotando a toda mecha palabras sueltas y frases en un papelito, mientras oía las salvajadas de Millán Astray, airadísimo con el discurso del propio Unamuno en su mejor papel de "anciano con cabeza de búho" (Andrés Trapiello). 

Dijo entonces lo que no querían oír los falangistas, los requetés, los sublevados; dijo no cuando esperaban que dijese sí y deploró el error de haber confiado en aquella mezcla impúdica de fe fanática y brutalidad militar: “venceréis pero no convenceréis” fue lo que dicen que dijo entonces Unamuno con la rebeldía del joven energúmeno y la valentía de la razón social, civil y laica que había defendido siempre.



Carmen Polo
Fue la mujer de Franco, Carmen Polo, junto al poeta gaditano, propagandista y fino franquista José María Pemán, quienes escudaron la salida de Unamuno del Paraninfo de la universidad. Evitaron la paliza matonil pero no sortearon una nueva destitución, ahora por parte de Franco, de todos sus cargos. Quedó desde entonces semiconfinado en su propia casa, vigilado, dice él, por un policía que le seguía a donde fuese, muriéndose lentamente de angustia ante las atrocidades, secuestros y fusilamientos que se sucedían en Salamanca o en Badajoz.

Pero no calló, como no había callado nunca, y se rectificó, como se había rectificado tantas otras veces, ahora casi ya sin aire que respirar porque iba a morirse en un 31 de diciembre, fúnebre para él y para los demás, mientras Gregorio Marañón acababa de cruzar la frontera como liberal de otro estilo, más elegante y señorial, menos efusivo ahora y desde luego más calculador de los intereses presentes y futuro.

Incluso a Ortega se le atragantó la historia porque su necrológica repentizada a los dos días, ya desde su exilio en París, reprochó a Unamuno la omnipresencia del “ornitorrinco de su yo”. Pese a la conmoción de la noticia, Ortega sacó el arsenal irónico para reprobar a Unamuno que no hubiese aprendido “la táctica y la delicia que es para el verdadero intelectual ocultarse e inexistir”.

Unamuno no lo aprendió. Pero de haberlo aprendido, decidió que el 12 de octubre de 1936 era el peor día para callar contra el grito "¡Muera la inteligencia!”. Por eso dijo no, antes que Albert Camus, y cuando demasiados mantuvieron un silencio atronador. Habló tanto que incluso se acordó, también él, de Cervantes al contestar a otro mutilado de guerra, Millán Astray, levantando a la vez la voz y la cabeza de búho por encima de los demás.






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