El pensador que quiso ser pirata
Los hijos de Julián Marías trazan un retrato íntimo de su vida en el centenario de su nacimiento
El hijo Miguel, nacido en 1947, tiene esta visión de su padre, el
filósofo Julián Marías, que hoy hubiera cumplido un siglo: “Estábamos en
Sevilla, mi padre iba a dar una conferencia ante gente que se
sorprendió cuando él les explicó que él no quería ser filósofo, sino que
de chico soñó siempre con ser pirata”.
De la conversación con los hijos (tuvo cinco, murió a los tres años
Julianín, sobreviven cuatro) resulta una imagen muy distinta de la que
habitualmente se tiene de Julián Marías (Valladolid, 1914-Madrid, 2005),
cuya Historia de la Filosofía (1941) fue el libro en el que varias generaciones españolas estudiaron la biografía del pensamiento.
De este hombre, que murió hace nueve años,
se tiene la idea clásica del pensador con la mano en la barbilla, como
en la escultura de Rodin. También fue un hombre jovial, al que los
chicos hacían reír con sus propias burlas. En busca de ese caleidoscopio
hablamos con cada uno. Son el citado Miguel, historiador del cine,
crítico; Fernando (1949), historiador del arte; Javier (1951),
novelista, académico de la Lengua; y Álvaro (1953), músico, intérprete
de flauta. También hablamos con un nieto, Daniel, geógrafo, nacido en
1976, poco antes de que muriera Lolita Franco, la madre y abuela. Este
hecho (ocurrido en 1977) fue la mayor tristeza del filósofo.
“Fue un hombre valiente, esa fue una constante de mi padre”, dice Álvaro.
“Era un liberal, como los del XIX. Y practicaba la libertad; decía
siempre lo que quería, mi hermano Javier ha heredado eso bastante. Él
decía que en la dictadura había que tomarse el máximo de libertad que se
pudiera… Cuando era senador real por designación de Don Juan Carlos, le
reprocharon que asumiera ese puesto. Él replicó: ‘Somos senadores
reales porque tenemos realidad y votamos lo que nos da la real gana y no
lo que nos mande nuestro partido”.
“Era valiente. La vida no se puede vivir con dignidad sin una cierta
dosis de valor, decía… Independientemente de la que ya se conoce que
tuvo después de la guerra, cuando sufrió cárcel porque lo delató un
amigo, cuando ya tenía ochenta años lo atracaron en la calle, viniendo
de misa.
No sé qué hizo para ahuyentar al atracador, lo cierto es que
volvió a casa con su cartera”.
Ejercía de padre, “pero no en exceso”. “¡Nada de ser amigo de los
hijos! Era un padre afectuoso sin manifestarlo demasiado. Cuando fui a
estudiar flauta en París me escribió: ‘Se echa de menos escuchar la
flauta cada día’. Ese era el límite de la expresión de su afecto. Le
podías llevar matrículas que él decía: ‘Podría haber sido mejor’. Estaba
siempre en guardia, no quería dejarse influenciar por los hijos”.
Hizo un juramento con su hermano Adolfo, que murió joven: no mentir
jamás. “Y lo cumplió a rajatabla, a veces en circunstancias arduas…
Renunció a enseñar en España porque le resultaba impensable jurar, como
era obligado, los Principios del Movimiento. Jurar en falso era algo que
estaba fuera de sus posibilidades, y así puso en riesgo su
supervivencia y la de su familia. Pero nunca censuró ni criticó a los
que lo hacían”.
Decía que en la dictadura había que tomarse el máximo de libertad
Álvaro Marías, hijo de Julián Marías
No conoció el resentimiento. “Pero tampoco conoció la cautela, ni la
desconfianza. ¡Era confiadísimo! Era un ejemplo perfecto del español al
que ninguna de los dos Españas iba a helarle el corazón, ¡y eso que
sufrió cosas que lo hubieran congelado!”.
La delación. “Mi madre decía a veces: ‘menos mal que vuestro padre
tiene una epidermis de elefante, porque si no se hubiera muerto a los
veinte años…’ Ese episodio de la delación debió dejarlo herido, pero
impidió que trasluciera. Jamás alardeó de haber estado en la cárcel y en
sus memorias omitió el nombre del amigo que lo había delatado. Pero
citó el nombre, con dos apellidos, del policía que lo había interrogado
con delicadeza. No le gustó que Javier citara por su nombre a ese
delator”.
Lolita Franco. “No se recuperó nunca de la muerte de nuestra madre.
Fue el peor viudo que he conocido. Se refugió en el trabajo. Y escribió
un montón de libros importantísimos en ese largo trance. Era una
extrañísima combinación de inteligencia y bondad. Dicen que me parezco a
él, ¡pero no me imagino a mi padre tocando la flauta”.
Miguel
y los demás despejaban “la casa para que él escribiera. La madre decía:
‘El padre está pensando’. Él exigía silencio. La madre tenía razón: él
trabajaba en casa, y si no trabajaba no comíamos… Tras el nacimiento de
Javier, yo tenía cuatro años y nos fuimos a Estados Unidos; enseñar allí
le cambió la vida, empezó a entrar dinero, flotamos… Javier y Álvaro
vivieron una época más desahogada. No era mucho de estar con los bebés,
pero como abuelo trató de adaptarse; era de una timidez enfermiza
también con nosotros. Nos hacía dibujos para entretenerse, y siempre
hacía los mismos; ¡iguales que los que les hizo a sus nietos! Pobre
papá, qué poca inventiva plástica. Me decían en la escuela: ¿tu padre
qué es? Decir ‘filósofo’ sonaba rarísimo, así que decía ‘piensa y
escribe’, lo cual también era exótico. Lo que yo sabía era que mi padre
estaba callado”.
“Siempre lo he encontrado muy gracioso, sin hacerse el gracioso
nunca. Le tomábamos el pelo cariñosamente, hablábamos muchísimo, lo
discutíamos todo, porque en las comidas siempre se habló. Respetaba a
todo el mundo, también a los pesados. Nosotros decíamos: ‘¡Ese que viene
esta tarde es un monstruo!’ y él replicaba que los monstruos tienen
derecho a existir. Pues entonces nuestra madre simulaba darle la razón:
‘¡Cómo sois! No es un monstruo, vuestro padre tiene razón: es una mala
persona y además huele muy mal”.
“Lo acompañé a Sevilla. Ahí habló de la vocación; contó que lo que
quería era ser pirata. ¡La gente se partía de la risa! Pero se hizo
filósofo porque una vez escuchó a Ortega y Gasset, dejó la clase de
química y se metió ahí, y eso fue decisivo. Pero yo sí creo que era
plausible esa vocación de pirata… Es curiosa la idea que se hizo la
gente de él a lo largo de los años: era del bando perdedor y lo han
tratado como si fuera del bando vencedor, y además sufrió proscripción
por ello. Pero no andaba lloriqueando por eso. En casa estaban los
pasaportes en regla, por si hubiera que salir pitando”.
“Tenía una confianza envidiable en mi madre. La perseguía por la casa
para leerle sus textos. Se estaba lavando la cabeza, y allá que iba mi
padre leyendo lo último que había escrito. Era muy crítica, y era a la
que hacía más caso. En realidad ella fue la que nos llevó a las artes
creativas; a mí me había leído el Amadís de Gaula cuando yo no
sabía leer. Él nos llevaba a leer libros de Historia, o a Ortega… Decía
que no se le puede exigir a la gente como uno se exige a sí mismo. Todo
el mundo no es totalmente malo ni totalmente bueno”.
El nieto Daniel y el hijo Fernando coinciden en la misma conversación. Dice Daniel:
“Tenía gracia, sentido del humor. En la casa los chicos nos quedábamos
en la cocina, desde allí veíamos a los Marías en ebullición. Era un
espectáculo… Él era gracioso, tenía sentido del humor. Me explicaba
todo, y luego lo entendí mejor, como intelectual y como abuelo. Y me he
dedicado mucho a su obra, a editarlo, a divulgarlo. Era un abuelo
atípico… Le gustaba ser escuchado, claro, pero también que le
contáramos, como si fuéramos colegas…”.
Pero era, verdaderamente, “ajeno al abuelismo”, así lo ve Fernando, el historiador. “Se interesaba por las personas cuando tenían uso de razón alto…
Yo entraba al despacho, me sentaba en el suelo, lo veía pensar… Un día
dibujé algo en el lomo de un libro; la bronca aún me suena. Así aprendí
el respeto al trabajo, a la vocación, aprendí de su honradez vital. En
casa aprendimos que todo tenía que ser discutido; no había entre
nosotros lo que podría llamarse respeto paterno-filial, nos podía llamar
majaderos, pero nosotros también podíamos ser con él irreverentes…”.
Después de la muerte de Lolita “se retrajo muchísimo”. “Miguel le
exigió implicarse en las discusiones políticas de la época, tenía que
escribir, salir de aquello… Apareció una señora que le hizo caso, a
todos nos gusta que nos hagan caso, somos muy susceptibles al halago
femenino. No fue una compensación, fue un impulso de que había que
continuar viviendo. Nuestra madre había sido su vínculo con la realidad,
le advertía, le ayudaba, debió sentirse muy solo…”. A Daniel le llamó
la atención del abuelo “lo singular que era”, “¡Cómo nos enseñaba todo
lo que sabía!”. A lo que el tío Fernando apunta: “¡Google lo hubiera
hundido en la miseria!”. Era, en serio, “una enciclopedia viviente, un
ejemplo presente”, que es como Fernando le dedicó uno de sus libros… En
cuanto al resentimiento que no tuvo, “una nube sí existía, intentaba
dominarla, luchó para que no aflorara el rencor. La destrucción del
individuo a causa del rencor la vivió como una amenaza. Él tenía, como
católico que era, el concepto de ese pecado”. A Daniel le gusta
recordarlo, “con orgullo”; a Fernando le molesta que en los últimos años
se produjera “una apropiación de su figura por parte de cierta derecha,
que no era la de Adolfo Suárez”. Ellos no han querido ser parásitos de
su memoria, “por eso no hemos creado ninguna fundación [Daniel: “A mí sí
me gustaría que la hubiera”]; creo que lo mejor que podemos hacer, lo
que a él le hubiera gustado, es seguir haciendo nuestros oficios. ¡Nos
repatea la conmemoración beata!”.
De ello ha escrito mucho Javier. Y esto nos dijo, cuando íbamos a trazar este perfil familiar: “Con su permiso le atribuí el personaje de Juan Deza, en Tu rostro mañana…
Ahí se narra la delación de que fue objeto, a él no le gustó que yo
nombrara al delator… Discutíamos en casa, discutíamos mucho. Era
estimulante para los hijos discutir con él. Él lo propiciaba: decía que
el primer pensamiento no bastaba, que había que pasar al siguiente. Lo
primero que se te ocurre no vale, sigue pensando, a ver qué se te
ocurre, prueba a llevarte la contraria. Para un joven impaciente eso era
un poco exasperante. Y a la larga es una cosa bastante inolvidable. Nos
enseñaba a pensar. Intentaba siempre que siguiéramos pensando”.
No se fue al exilio. Entre otras cosas, reflexiona su hijo Javier
siguiendo lo que su padre decía, porque si todo el mundo se iba entonces
este país se quedaba abandonado, “y se fueron muchísimos”. Él se quedó,
vivió un exilio interior, extrañado en un país sobre el que pensó para
hacerlo, como reza un famoso título suyo, “inteligible”.
No pudo ser pirata; escuchando a sus descendientes, resulta obvio que
nació para pensar, sin ninguna de las artes que tan bien dominan los
piratas.
Una visión responsable de España
J.C.
Dos reflexiones de dos catedráticos que conocieron bien al filósofo centenario.
Juan Pablo Fusi: “Su preocupación fue España,
continuamente. Abordó la historia y el presente de este país con
limpieza moral e intelectual, con una prosa tranquila y precisa. A él se
debe, junto a otros, como Juan Marichal, la recuperación de la cultura
liberal española anterior a 1936. Su obra fue un diálogo permanente con
esa cultura. Él creía en la salvación de la circunstancia española
mediante la recuperación de ese espíritu. La suya fue una visión
responsable de España; había que superar el conflicto de la guerra para
darle continuidad a la vida intelectual. Él creía que la posibilidad de
una España liberal podía salvar los naufragios de la historia. Quiso
hacer España inteligible (como reza uno de sus títulos). Como aprendió
de Ortega, si no se salva mi circunstancia no me salvo yo. Igual que su
maestro, su preocupación era la política como compromiso; consideraba
peligroso confundir lo particular con lo nacional, alertó contra la
fragmentación excesiva de la organización territorial del Estado, que
interpretaba erróneamente la historia de España a lo largo de siglos.
Esa fue su diatriba contra el primer borrador, y subsiguientes, de la
actual Constitución. España tenía que reconciliarse con su historia, sin
revanchismo de ningún tipo. Él predicó con el ejemplo; fue leal a
Besteiro, sufrió cárcel, y hasta 1953 no tuvo pasaporte. Nunca se
manifestó agriamente por ello. Interiorizó su actitud, y eso es lo que
le reclamaba a este país para que se reconciliara consigo mismo”.
Helio Carpintero. “Su Historia de la Filosofía
representa la defensa de Ortega y de Zubiri, y de García Morente, que
están presentes en prólogo, epílogo o dedicatorias… Reclamaba la
vigencia de una tradición filosófica que estaba expulsada del mundo de
la época. Él mismo no pudo escribir en los periódicos hasta los años 50…
Aprendí de él que la vida es una cosa seria e importante, que hay que
asumirla con un sentido moral de veracidad; que uno tiene que ser
sincero con uno mismo y tener las cuentas claras, con independencia de
la utilidad que eso comporte… Me hizo sentir la profunda raíz de la
realidad de la lengua española y de la literatura española. Era un
defensor a ultranza de la libertad, en la que el hombre tiene que irse
haciendo. Su estancia en Soria lo relacionó con mi padre, inspector de
enseñanza represaliado. Ahí ahondó en Bécquer, Machado, Gerardo Diego.
Me enseñó a valorar la filosofía. Era un hombre de extremada modestia;
pensaba los problemas como una batalla cuerpo a cuerpo; no tenía
formulitas, pensaba con una claridad extraordinaria. Rechazaba a los
charlatanes, estaba orgulloso de las fotos que hacía así como de su
puntería con la escopeta. Era peculiar: a Miguel Delibes, su amigo, le
hizo mucha gracia que fuera con chaleco de excursión a La Laguna Negra.
La represión franquista lo dejó sin universidad, y por tanto sin los
discípulos que hubiera tenido, así que yo me siento orgulloso de ser uno
de los que pudo tener”.
Artículos de Julían Marías publicados en el Universal
Artículos de Julían Marías publicados en el Universal
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