Comparto estos artículos de Psicología en el entendido de que Filosofía y Psicología han ido siempre de la mano.
Previamente este breve escrito publicado en DIALNET: PCAV
Filosofia y psicología mucho más que una relación histórica
- Autores: Pedro Ortega Campos
- Localización: Paideia: Revista de filosofía y didáctica filosófica, ISSN 0214-7300, Vol. 25, Nº 70, 2004, págs. 559-602
- Idioma: español
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Resumen
- Filosofía y Psicología sostuvieron durante siglo y medio una agitada trama de relaciones. Cuando la Psicología se ha alejado de su matriz filosófica, ha quedado empobrecida, desarraigada, desarticulando una visión integral del hombre. Así que se impone una doble relación entre ellas: primera, de necesidad cognitiva, es decir, conocer y modo de conocer; y segunda, de necesidad completiva, es decir, emplazada como está la Filosofía en un aquí y ahora, más complejos que el de pasadas épocas, se siente obligada a replantear las cuestiones que siempre afectaron al ser humano:
Conocer bien para actuar bien y así esperar con fundamento. Y como ninguna disciplina piensa ni construye en solitario, el diálogo y la comunicación ayudarán a tamizar los particulares puntos de vista. Ese afán de diálogo, inherente a la actividad del pensamiento, es patrimonio de la Filosofía, mientras que la Psicología aportaría su mano técnica para hacerlo viable y tranquilizador, es decir, terapéutico.Pero si todo ese camino empezó en el hontanar de la Filosofía Griega, la Edad Moderna prepararía la desembocadura de la Filosofía en Psicología a través del Racionalismo, del Empirismo y del Idealismo trascendental. La psicoterapia, -como la Filosofía, en general, y la fenomenología, en particular-, organiza el pensamiento, el sentimiento y la conducta, a menudo ahormadas de creencias. Repárese: vivimos una época en la que urge cuidar las cabezas y los corazones. La única Filosofía española enseña desde la experiencia como perspectiva de una razón enraizada en "mi vida" intelectualmente afectiva. Por eso, entre la Filosofía y la Psicología hay una relación más profunda que la del mero dato histórico.
26/02/2014 21:13 Miquel Bassols
El psicoanalista español Miquel Bassols Puig
despeja en esta entrevista la condición de estructura entre la
corrupción y el sentimiento de culpa, y diferencia (esa condición) en
las tradiciones católicas, protestantes y shintoistas, en un mundo
estragado por la pobreza donde de 7 mil millones de habitantes, 2500 no
tienen las más mínimas condiciones sanitarias, laborales ni políticas.
El catalán, autor de varios libros
publicados en la Argentina, es de una claridad meridiana en su discurso.
Es miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (ELP) y de la
Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP).
Esta es la conversación que sostuvo con Télam desde Barcelona, donde reside.
T : ¿Por qué serían paradojales las relaciones entre la corrupción y la culpa?
B : La paradoja empieza con la idea de que los corruptos son siempre los
otros y que eso nunca es responsabilidad mía. Sigue con la idea de que
el corrupto lo es con el único fin de un beneficio y de un goce propios.
Y sigue todavía más con la idea de que el corrupto nunca se siente
responsable, de que es alguien sin escrúpulos, sin sentimiento alguno de
culpa, alguien que goza como nadie con el beneficio de su secreta
corrupción. Si esto fuera tan cierto, la historia no estaría tan
sembrada de corrupción explícita, de una corrupción socialmente
permitida, cuando no promovida desde la propia política. Alguien tan políticamente correcto como Winston Churchill pudo decir, no sin cierto cinismo, aquella frase que cité y que hoy ningún político osaría defender: Un mínimo de corrupción sirve como lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia. O también: Corrupción en la patria y agresión fuera, para disimularla.
¿Se justifica así la corrupción? El problema no es tan sencillo, pero
todos hemos escuchado casos de corrupción llevada a cabo con las mejores
de las intenciones. Quienes han estudiado el fenómeno, como Carlo
Brioschi en su Breve historia de la corrupción, han tenido que
ponerse a cierta distancia de algunos prejuicios. No ha habido, en
efecto, ninguna época de la historia sin una dosis de corrupción en los
distintos ámbitos sociales y políticos. Y esta extensión de la
corrupción viene siempre acompañada de un secreto sentimiento de culpa.
Corrupción y sentimiento de culpa parecen así una pareja inseparable.
Entonces, cuando este vínculo se hace demasiado evidente, la paradoja
nos conduce hacia el polo opuesto: ¡Todos corruptos, todos culpables!
Mire las primeras páginas de los periódicos de cada día.
La paradoja se
mantiene en la medida en que creemos que la corrupción no supone en
ningún caso un sentimiento de culpa, sentimiento que según Freud es
siempre inconsciente. El ideal del corrupto, el corrupto perfecto sería
alguien que no sentiría culpa en ningún caso, es decir, un verdadero
perverso.
Los hay, es cierto, pero no tantos como creemos entre los que
se consideran social o políticamente corruptos. Aunque cuando aparece
alguno, también es cierto que no hay quien lo pare. Por otra parte, el
verdadero culpable, el que siente un intenso sentimiento de culpa, no
sabe nunca verdaderamente de qué es culpable, como en los mejores
personajes de Kafka. Tanto es así que existe una especie, mucho más
extendida de lo que creemos, diagnosticada por el mismo Freud como delincuentes por culpabilidad.
Son los que delinquen o se corrompen para satisfacer un sentimiento
inconsciente de culpa. Y los hay, se lo aseguro; los psicoanalistas los
escuchamos a veces en los divanes, pero también pueden encontrarse casos
en algunas historias de delincuentes conocidos, y en ejemplos de
corrupción política reciente.
T : Podría usted extender esa idea de que en
los países de tradición luterana los estragos de la corrupción son
menores que en los de tradición católica? Esa idea, ¿condenaría a los
países del sur? ¿Y qué pasa en los Estados Unidos?
B : Parece un hecho constatado por encuestas de este tipo, aunque no
siempre sean ajenas a los fenómenos que pretenden denunciar con la
elaboración de sus rankings internacionales de corrupción.
En todo caso,
es cierto que hay una importante diferencia entre la lógica del
discurso católico y la lógica del discurso protestante. La tradición
católica de la confesión de los pecados y de su posterior absolución
-por supuesto, siempre en el ámbito del sacramento de la confesión-,
propicia sin duda la impunidad del goce. Puedo permitirme mejor una
falta si preveo su confesión y su posterior absolución, algo
absolutamente fuera de lugar en la tradición protestante, que abomina de
la confesión, especialmente de la confesión privada. Pero solemos ver
hoy también este fenómeno en el ámbito público de los medios de
comunicación. Cada vez queda mejor, por decirlo así, confesar
públicamente ya sean los errores, las faltas o los supuestos pecados. Y
cuando no se hace o se intenta negar la culpa, se paga un precio. El
caso reciente del Rey Juan Carlos apareciendo en la televisión española
pidiendo disculpas con su me he equivocado y no volverá a ocurrir,
después de haberse hecho pública su afición a la caza de elefantes, es
un ejemplo. En realidad, era un desplazamiento de los casos de
corrupción que han ido apareciendo en el seno de la propia familia real.
Todo ello ha ido a la par de la caída de uno de los semblantes
-como decimos los lacanianos-, uno de los símbolos mayores que sostuvo
la llamada transición democrática española. La disculpa pública,
impensable en una monarquía de antaño, ha tenido cierto efecto, entre
patético y pacificador. El caso reciente de François Hollande en Francia
intentando separar lo público y lo privado con el descubrimiento de su
infidelidad, es un ejemplo inverso. De hecho, en Francia, estos asuntos
no eran antes tomados tan en serio. Las infidelidades de Miterrand no
produjeron tanto escándalo, y hasta su esposa pudo elogiarlas un poco: François era así, era un seductor.
En los temas vinculados con la corrupción está ocurriendo algo similar.
También se pasa a veces del mayor escándalo a la complacencia más
secreta.
Hay cierta hipocresía social al respecto. En todo caso, y para
añadir más diferencias a las distintas tradiciones que articulan faltas,
corrupciones y culpas, no debemos dejar de lado al Japón, donde la
tradición shintoista implica una relación con el honor que puede hacer
imperdonable seguir viviendo después de haberse descubierto una falta
por corrupción. El honor japonés parece preferir el suicidio a la
confesión o a la impunidad del goce. Y hay que señalar que el fenómeno
llamado globalización está difuminando cada vez más las
fronteras entre países y tradiciones, entre costumbres del norte y
costumbres del sur, entre orientales y occidentales. Estamos ya en la
época de la post-humanidad, como ha dicho Jacques-Alain Miller
en alguna ocasión, donde la primera corrupción, la más generalizada, sea
tal vez la corrupción del lenguaje mismo a escala global. Hay palabras
que pierden su poder evocador, hasta de interpretación.
T : Usted dice que el tráfico de influencias o
prebendas está sancionado socialmente (en las formaciones luteranas)
pero después dice que comprada la absolución, ésta puede tomar un matiz mimético, sin respetar tradiciones.
B : El tráfico de influencias está sancionado socialmente, incluso en el
sentido de prohibido, pero en muchos casos también está regulado de
forma más o menos institucionalizada. A veces, forma parte de manera
explícita de lo que se da en llamar el sistema, y de ahí la idea tan extendida de que no hay corrupción en el sistema sino que el sistema es la corrupción. Pero no es por mimesis o imitación que eso se propaga. Lo que los estudiosos del fenómeno llaman ley de reciprocidad
responde al hecho de que -especialmente en política económica pero no
sólo en ella-, no hay ningún favor desinteresado, nada se hace por nada.
Gozar de una prebenda estará entonces siempre justificado y la supuesta
reciprocidad se contagia entonces como un ideal muy singular, según el
cual cada uno piensa que debe gozar de lo mismo que goza el otro. ¡Si el
otro puede gozar de ello yo también! Este es por otra parte el
principio de la publicidad, y también el principio de la corrupción.
Pero en realidad no hay nada tan singular, tan irrepetible y tan
inimitable como el goce de cada uno, empezando por el goce sexual. Es lo
que Jacques Lacan llamó el goce del Uno. Y esto es algo que atraviesa
siglos y tradiciones, lenguas y fronteras, y cada vez de manera más
rápida en nuestro mundo de realidades virtuales. Cuando uno ve en qué se
gastan a veces los beneficios de la corrupción, la cuestión tiene un
lado tragicómico. Es la inutilidad del goce.
T : Se lo pregunto (también) a la luz de la teoría del chivo expiatorio que desarrolló René Girard.
B : El deseo que está en el principio de los vínculos y conflictos
humanos no puede reducirse a la mera imitación de un modelo en el
sentido de la mimesis a la que se refiere Girard, fenómeno
imaginario que puede darse también en los animales. Un animal puede
imitar una conducta, aprenderla siguiendo un modelo, pero esto no quiere
decir que esté habitado por un deseo, que pueda llegar a subjetivarlo,
que pueda dividirse ante él o incluso rechazarlo como una parte de sí
mismo. En este punto, la fórmula de Jacques Lacan, el deseo es el deseo del Otro, va mucho más allá de la idea de un deseo mimético -aunque
piense inspirarse en él- e introduce una lógica más compleja sin la
cual no pueden entenderse las paradojas de las relaciones entre los
seres humanos, ni el amor, ni el odio, ni la segregación. Para empezar,
este deseo del ser que habla es ya equívoco de entrada, no tiene un
modelo ni una norma, y es tan singular que no hay modo de imitarlo. El
sujeto histérico es el que más intenta identificarse con este deseo del
Otro, pero resulta que esa es a la vez su mayor fuente de
insatisfacción. Este deseo del Otro es tanto el deseo del sujeto hacia
el Otro como el enigma del deseo de este Otro hacia el sujeto. No, no es
por imitación que funciona el deseo ni tampoco el fenómeno de la
corrupción. Más bien funciona por el contagio de una forma de goce, lo
que es muy distinto. La idea de Girard del chivo expiatorio es
una forma de entender la segregación del goce del Otro, ese goce que
siempre nos parece bárbaro, distinto, heterogéneo, hasta llegar al
racismo. Hoy el chivo expiatorio puede ser el inmigrante, pero también
la mujer maltratada.
T : Si la corrupción es un hecho de estructura,
¿será acaso porque el sistema de jerarquías que ordena una sociedad
jamás es igualitario?
B : Por supuesto, la jerarquía no será nunca igualitaria. La corrupción
puede entenderse por este sesgo, siguiendo un eje vertical en las
relaciones sociales de poder. Pero la corrupción es también y sobre todo
un fenómeno vinculado al reconocimiento entre pares, entre sujetos de
una misma clase, sea cual sea esa clase, siguiendo su horizontalidad y
según la ley de reciprocidad a la que antes aludíamos. Muchas
veces, la propuesta de corrupción es más una afirmación de igualdad y
de reconocimiento entre pares que no de afirmación de una diferencia en
la estructura jerárquica del poder. Hay aquí una paradoja difícil de tratar: cuanto
más homogéneo e igualitario se pretende un grupo, más segregación
interna se produce, más tendencia a la corrupción podrá encontrarse
entonces. Es algo que Lacan anticipó de manera sorprendente en los
60, cuando el ideal comunitario, especialmente el de la Comunidad
Europea, parecía la promesa de una integración en condiciones ideales de
igualdad, incluida también la Europa del Este. El resultado es en la
mayor parte de los casos una feroz segregación interna y un aumento
notable de las críticas a la corrupción generalizada.
Pero el mismo
Claude Lévi-Strauss se encontró un poco abucheado al defender la
necesaria diferencia y la separación de las poblaciones para mantener
una convivencia soportable entre formas de gozar diferentes. La igualdad forzada por un lado retorna como diferencia segregada por el otro.
Parece un virus para el que no encontramos antídoto. El psicoanálisis
propone una ética del deseo, lo que supone siempre una pérdida de goce, y
eso es siempre una buena vacuna contra la corrupción.
T : ¿Es posible que los chinos se hayan contagiado también? ¿Cómo pensar una absolución (un goce) comprado en la tradición confuciana?
B : Y sí, China ha entrando ya de lleno en el contagio, no hay duda
alguna. Y además de una manera que parece mucho más eficaz, es decir,
posiblemente mucho más arrasadora para la subjetividad de nuestra época
porque la propia transacción de bienes, por ejemplo, no es entendida de
la misma forma. Pruebe a negociar con un comerciante o con un empresario
chino, no terminará de saber nunca si se ha cerrado o no el acuerdo. Es
al menos lo que me comentan empresarios catalanes para los que las
cosas deben estar siempre muy claras: al pan, pan… Tal vez la tradición
del confucionismo, que según Max Weber toleraba mucho más que otras
tradiciones una gran variedad de cultos populares sin proponer un
sistema cerrado, esté en el principio de esta facilidad de contagio que
es a la vez signo de una gran flexibilidad. Pero aquí de nuevo, por
muchas puertas al campo que se quieran poner, como con el endurecimiento
de la censura en Internet por parte del gobierno chino, el contagio del
lenguaje y de las formas de goce está asegurado. Y veremos adónde nos
llevará.
T : Usted seguro usted leyó la
nota sobre las fortunas que algunos jerarcas chinos han escondido en
paraísos fiscales. ¿Qué relación tiene esa cultura con la culpa y el
goce, que es lo que queda sin responder en Maonomics, el libro de Loretta Napoleoni?
B : No he leído todavía el libro de Loretta Napoleoni. La idea de que el nuevo comunismo chino puede ser mucho más eficaz -eficaz también en el peor de los sentidos-, que el viejo
capitalismo occidental puede parecer sorprendente. Un neocapitalismo de
trabajadores ideales, dispuestos a trabajar masiva y solidariamente sin
sentirse explotados porque encuentran las promesas de su estado
realizadas de manera rápida, puede ser una maquinaria tan infernal como
efectiva. Lo interesante es que todo ello parecería fundarse en la
eficacia de un Estado-Padre que interviene sin contemplación en los
mercados, sin dejarlos seguir la pendiente de su supuesto principio de
autorregulación, ese principio del placer que se nos ha vendido
en Occidente como la mejor de las leyes del aparato
psíquico-financiero. Y es cierto, el principio del placer, el supuesto
principio homeostático de los mercados, fracasa por definición, tal como
hemos comprobado de manera trágica durante estas últimas décadas. Es el
fracaso del principio del placer descubierto por Freud y del que Lacan
extrajo la nueva economía del goce, la economía de lo inútil. El fracaso
del principio del placer parece tener un vínculo con la crisis de los
Estados-Padre. ¿Cómo no evocar aquí ese declive de la imago paterna que Lacan diagnosticaba hace unas cuantas décadas en Occidente como uno de los factores más sintomáticos de su malestar?
Pero tampoco hay nada bueno que esperar de cualquier intento de restauración de esta figura de Un Padre,
sea en el estado que sea. Tampoco en China. En todo caso, hay algo que
aprender, especialmente en la nueva y vieja Europa: era más lógico haber
partido de una unidad política que no de una comunidad económica y
monetaria como ha sucedido con el euro y los tratados de Maastricht.
Pero es también más prudente partir de la diversidad de las identidades
en juego que de la homogenización impuesta por la identificación con Un Padre.
La pluralización de los Nombres del Padre indicada por Lacan como un
dato de la clínica psicoanalítica es un signo de nuestra era. Pero esto
daría para otra entrevista.
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